Una vida dedicada al piano
Ramón Rodríguez Britos realizó más de doscientos conciertos y ha dejado la semilla de su talento en muchos discípulos. Integrante por décadas de la Sinfónica de la Universidad Nacional de Cuyo, hoy sólo toca de entrecasa. Es uno de los actuales decanos de la música mendocina, con una trayectoria extensa y prolífica que, a los 90 años, se traduce en una existencia dedicada por entero a los sonidos y, en particular, a la interpretación al piano.
Habitante del barrio Romairone, modernamente nombrado como Bombal Sur, de Godoy Cruz, su presencia en la zona es un orgullo del vecindario, que lo reconoce y lo estima, al igual que a su esposa Marta Gómez (80), escritora y profesora de Letras de la Universidad Nacional de Cuyo. Es proverbial el buen ánimo y la lucidez del maestro, pese a que hace unas semanas trastabilló en una vereda del barrio, se cayó y, como consecuencia, se fracturó el radio del antebrazo derecho y se golpeó el rostro. “Así no me pueden sacar fotos”, insinuó como protesta, pero finalmente accedió.
Ramón egresó de la Escuela Superior de Música de la Universidad Nacional de Cuyo en los años ‘40, cuando este establecimiento se encontraba en la calle Rivadavia de ciudad. Ingresó joven a esa institución, y sostiene que influenció en él que en su casa paterna se escuchaba música, especialmente la que ejecutaba en vivo y al piano la mayor de sus cinco hermanas, Olimpia. Ella lo introdujo en el conocimiento de Wolfgang Amadeo Mozart y Ludwig van Beethoven, además de los temas populares.
El intérprete acredita más de seis décadas en la actividad y tuvo una presencia no menor a los 45 años en el plantel de la Orquesta Sinfónica de la UNCuyo, de la que se retiró en los años ‘90. En la añeja Escuela tuvo grandes maestros, como Antonio De Raco, Francisco Amicarelli, Luis La Via, madame Bathory, Franca Cavallieri y Fidel María Blanco, eximio violinista, fundador del instituto que llevaba su nombre. Fue una época, la posguerra mundial, en la que la Universidad trajo a los claustros locales grandes profesores de Europa. Entonces, la formación devenía en excelencia.
El director de entonces era Julio Perceval, “un verdadero sabio en todo el sentido de la palabra, a quien admiré profundamente”, señaló el entrevistado. Egresado con buenas notas en 1954 como profesor de Música, antes de esa fecha había cumplido con su primera audición, en 1947. El debut fue con el concierto de música de cámara Trío N° 1 Opus 1 en mi bemol de Beethoven, en el salón de grados del entonces rectorado (Rivadavia y 9 de Julio).
Sus recitales dieron vuelta por todo el país y en el exterior también. En este sentido, recordó su participación con la Sinfónica de Viña del Mar, bajo la dirección de Izidor Handler, en 1964. Como solista con orquesta integró diversas formaciones de la Sinfónica universitaria, bajo la batuta de consagrados conductores, como Julio Perceval, Julio Malaval, Juan Carlos Zorzi, Mariano Drago, Pedro Ignacio Calderón, Guillermo Scarabino, uno de sus grandes amigos en la profesión, o el chino Choo-Hoey. Tuvo evocaciones especiales para compañeros muy aventajados con los que se codeó en la escuela de la calle Rivadavia: Julio Malaval, el sanjuanino Enrique Gelusini y Lito Baldín, quien se jubiló como ejecutante de la iglesia Santa Cecilia, en Roma.
Tres veces elegido director de la Escuela de Música por decisión de sus pares, en 1966 fue enviado a Europa para observar la marcha de instituciones musicales del Viejo Mundo. Luego de recorrer capitales importantes, el viaje se abortó por el golpe de Estado que llevó al poder a Juan Carlos Onganía. “Tuve que volver rápidamente y creí que me sacaban del cargo, pero permanecí en funciones mucho tiempo, siendo convalidado por la entonces autoridad universitaria, Dardo Pérez Guilhou”, apuntó.
Remembranzas
Muchas anécdotas atraviesan la vida musical de Ramón. Una, graciosa, ocurrió en San Juan. En una fecha vinculada a Sarmiento, la orquesta comenzó con una sinfonía de Beethoven, cuyas primeras estrofas tienen un cierto parecido con el Himno Nacional Argentino. “Sonaron los primeros acordes y de improviso algunas damas de la primera fila se pusieron de pie, creyendo que se ejecutaría la canción patria. Ruborizadas, y viendo que nadie se levantaba, se sentaron discretamente al descubrir el equívoco, prosiguiendo el concierto sin tropiezos”, recordó.
Otra situación entre incómoda e hilarante le ocurrió en una audición de piano y canto (con Susana García Pithod), en la ya desaparecida sala Bach de San Lorenzo y 9 de Julio. Así la relató: “Instantes antes de empezar la velada, tuve que ir al sanitario, con tanta mala suerte que una parte de mi camisa quedó fuera del smoking, y me pasé gran parte del recital tratando de acomodarme la prenda, temeroso de que el público se diera cuenta de la desprolijidad”.
Intérprete de decenas de autores, su paleta pianística pasó por distintos compositores, recreando obaras de diversos estilos y épocas, desde los clavecinistas a los músicos contemporáneos. Así, por sus manos, pasaron Mozart, Johannes Brahms, Scarlatti, Bach, Ravel, hasta llegar a los más modernos, como George Gershwin, Igor Stravinsky, Béla Bartók y Serguéi Prokófiev.
Cultivó la amistad de muchas personalidades de la cultura mendocina. Recuerda especialmente al xilógrafo belga Víctor Delhez, quien en 1974 le regaló un grabado de su autoría, que le envió por correo postal. Sin embargo, la pieza no llegó nunca y cuando el pianista se encontró nuevamente con el artista, éste se enteró del extravío de la obra. A los pocos días, y en mano, el pintor europeo le obsequió un estilizado grabado de un órgano, que adorna el living de Rodríguez Britos.
El ejecutante ya no toca o lo hace esporádicamente en su piano de cola Chickering, de fabricación norteamericana. Tal vez algo de Maurice Ravel de vez en cuando, su músico preferido. En cambio sí se acerca al instrumento para interpretar melodías su hijo Marcelo (50), profesor de Historia e integrante de una banda de rock. También en ese piano tocó, cuando era de otros dueños, el gran Arthur Rubinstein, y en épocas no tan lejanas, y ya ubicado en la casa de Patricias Mendocinas, un amigo de la familia, Bruno Gelber, ensayaba antes de los conciertos que en diversas oportunidades ofreció en Mendoza.
Fuente: Los Andes